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Ole Rømer (J.P. Trap, 1868) |
(Publicado originalmente en Madrid Sindical)
(Contribución de El neutrino al XV Carnaval de la Física, organizado por Curiosidades de la Microbiología)
En nuestra experiencia cotidiana, la luz se transmite instantáneamente. Encendemos una cerilla, una vela, una bombilla o una linterna, y su luz llega inmediatamente hasta los rincones más alejados. Desde la antigüedad, los sabios han discrepado sobre la finitud o infinitud de la velocidad de la luz. Ya el griego Empédocles razonaba que, puesto que la luz era algo en movimiento, necesitaba cierto tiempo para desplazarse; Aristóteles, por el contrario, sostenía que la luz no es un movimiento, sino una presencia. Hasta los experimentos del físico persa Alhazen en el siglo XI, existían dos teorías contrapuestas sobre la luz y la visión: según la teoría de la emisión, la visión se produce mediante rayos que emanan de los ojos; la teoría de la intromisión, por su parte, propone que son los rayos que llegan a los ojos procedentes de los objetos los que nos permiten ver a éstos. Para la primera teoría, la velocidad de los "rayos visuales" debe ser infinita, puesto que si abrimos los ojos durante la noche, vemos las estrellas inmediatamente. Pero Alhazén, en su Libro de Óptica, publicado en 1201, mostró con sus experimentos que la teoría de la intromisión es la correcta, y propuso con acierto que la luz debía tener una velocidad finita, más lenta en los cuerpos más densos. En la primera mitad del siglo XVII se realizaron algunos experimentos para medir la velocidad de la luz sobre la superficie de la Tierra, pero debido a las cortas distancias involucradas (poco más de un kilómetro), no se pudo obtener ningún resultado de ellos.
Esquema de la ocultación de Io (D,C) por parte de Júpiter (B), vista desde diferentes puntos de la órbita de la Tierra (Rømer, 1676) |
A principios ese mismo siglo, la determinación de la longitud geográfica era un importante problema para la navegación. La latitud resulta fácil de medir; basta con observar la altura sobre el horizonte de la estrella Polar o de otro cuerpo celeste conocido. Pero para determinar la longitud hace falta medir el tiempo, y los relojes mecánicos con la precisión necesaria no se desarrollaron hasta el siglo XVIII. Galileo propuso utilizar como reloj las ocultaciones de los satélites de Júpiter: En sus órbitas, los satélites se ocultan regularmente tras el planeta. Aunque el método resultó poco práctico, la propuesta tuvo como consecuencia la observación exhaustiva de dichas ocultaciones. Con esas observaciones se descubrió que los satélites parecían moverse más deprisa cuando la Tierra se acercaba a Júpiter que cuando los dos planetas se distanciaban, lo que según las leyes de Kepler era imposible. En 1676, el astrónomo danés Ole Rømer (la o tachada no significa que sea muda, es una letra de las lenguas escandinavas que representa una vocal semicerrada anterior redondeada, o sea, como una e con los labios redondeados como para pronunciar una u), que entonces trabajaba en el Observatorio Real de París, dio con la explicación: Debido a la velocidad finita de la luz, cuanto más lejos está Júpiter de la Tierra, más tarda la imagen de la ocultación en llegar hasta nosotros.
Según los cálculos de Rømer, la luz tardaba unos veintidós minutos en recorrer el diámetro de la órbita de la Tierra alrededor del Sol, lo que corresponde en unidades actuales a 220.000 kilómetros por segundo, un 27% menos que el valor correcto, 299.792,458 kilómetros por segundo.
(continuará)
(continuará)
Hombre, parece que lo dejas a medias. ¿Cómo se obtuvo la velocidad exacta?
ResponderEliminarOtro día contaré el resto de la historia.
ResponderEliminarPerdon pero necesito mas imformacion 😉
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