En las primeras décadas del siglo XX, la física cuántica no pasaba de ser un conjunto de recetas y de modelos fenomenológicos cuya coherencia y significado profundo escapaban a los científicos. Así, el modelo atómico de Bohr, en el que los electrones giraban alrededor del núcleo en órbitas específicas, no era más que eso, un modelo en el que había que imponer tres postulados aparentemente arbitrarios, y que desafiaban las leyes de la física conocidas por entonces, para obtener resultados acordes con los datos experimentales y para explicar la estabilidad de la materia y los espectros de emisión y absorción de los átomos. El primero de esos postulados, por ejemplo, afirma que los electrones describen órbitas circulares en torno del núcleo atómico sin perder energía, aunque según la electrodinámica clásica, una partícula con carga eléctrica como el electrón en un movimiento circular debe emitir energía. Tan extraños y absurdos parecían los planteamientos de la física cuántica que uno de los protagonistas de nuestra historia, Otto Stern, y su colega Max von Laue juraron abandonar la física si los disparates de Bohr resultaban ser correctos. Suerte que no cumplieron su promesa; en 1914, Max von Laue ganó el Premio Nobel de Física por el descubrimiento de la difracción de rayos X en cristales, y Stern estaba llamado a realizar uno de los experimentos más importantes de la física del siglo XX.