Hace unos años hablaba aquí del experimento
IceCube, un detector de neutrinos de un kilómetro cúbico de volumen enterrado bajo el hielo de la Antártida. Decía entonces que el objetivo principal de Ice Cube era detectar neutrinos de alta energía de origen cósmico, procedentes de más allá de nuestro Sistema Solar. La mayor parte de los neutrinos que hasta ahora se detectaban proceden o bien del Sol, o bien de las reacciones de los rayos cósmicos con los átomos de la atmósfera. También se habían detectado neutrinos procedentes de supernovas. Ahora IceCube ha presentado en un simposio celebrado en los Estados Unidos la primera evidencia de 28 neutrinos de energías nunca antes observadas, superiores a cincuenta teraelectronvoltios (50 billones de electronvoltios). Los dos más energéticos, detectados el pasado mes de abril, alcanzaron una energía de más de un petaelectronvoltio (mil billones de electronvoltios), esto es, más de cien veces la energía de las colisiones más energéticas que se han producido en el gran colisionador de hadrones (LHC). Una energía enorme para una partícula elemental, pero no tan grande a escala humana: es la energía con la que un guisante chocaría contra el suelo si lo dejáramos caer desde unos ocho centímetros de altura.
Veintiocho neutrinos pueden parecer poca cosa, pero es el inicio de una nueva era de la astronomía. Ya no estamos limitados a la observación de ondas electromagnéticas (luz, ondas de radio, rayos X, rayos gamma); detectores como Ice Cube son auténticos observatorios astronómicos de neutrinos, que nos permitirán observar el universo como nunca antes lo hemos visto, estudiar fenómenos conocidos desde un nuevo punto de vista, y descubrir nuevos fenómenos que nos permitirán mejorar nuestro conocimiento del Universo y de las leyes que lo rigen.