jueves, 26 de enero de 2017

De entre los (caracoles) muertos

Retrato del caracol del desierto que permaneció cuatro años aletargado
en el Museo Británico [A. N. Waterhouse, 1850]
Los caracoles terrestres son animales muy longevos y resistentes. Una de las razones de esto es que cuando las condiciones ambientales son adversas, cuando el ambiente es demasiado frío o demasiado seco, se encierran dentro de su concha, sellan la abertura, y así pueden permanecer, en un estado de letargo, durante bastante tiempo.

El conquiliólogo inglés John Samuel Gaskoin, que vivió en la primera mitad del siglo XIX, era tan aficionado a los caracoles que hasta los criaba en su casa. Cuenta Gaskoin que mantuvo en cautividad durante diez años un ejemplar de la especie Otala lactea que ya era adulto cuando llegó a sus manos. Otala lactea es un caracol comestible nativo de Europa y el norte de África que en España recibe el nombre de cabrilla, y es la base de las cabrillas con tomate, un plato típico de Andalucía. A pesar de su avanzada edad, el caracol seguía en perfectas condiciones físicas. En sus últimos años, después de un periodo de letargo, y de seis meses de aislamiento, el caracol tuvo descendencia: nada menos que treinta pequeños caracoles. Muchos de ellos sobrevivieron y, al cabo de un año, algunos eran casi tan grandes como su madre.



El caso de aletargamiento más asombroso y mejor documentado ocurrió en un museo. En marzo de 1846, el Museo Británico recibió una colección de conchas procedentes de Egipto y Grecia. Entre ellas había dos especímenes de la especie Eremina desertorum, por entonces conocida con el nombre de Helix desertorum (descrita por Peter Forsskål, uno de los apostoles de Linneo de los que hablábamos recientemente). Se trata de una especie común en los desierto de Egipto y Siria. Suponiendo que ya habían sido hervidos en origen para extraer los animales de su interior, el receptor del envio simplemente los pegó en una tarjeta identificativa en la que escribió sus datos: Helix desertorum, 25 de marzo de 1846.

Cuatro años más tarde, el 7 marzo de 1850, se observó la aparición en el borde de una de las conchas de una sustancia húmeda y traslúcida, semejante al epifragma, la secreción con la que los caracoles sellan su concha. Esto hizo sospechar que quizá el caracol estaba vivo y había tratado de salir, sin éxito. Para comprobarlo, se lo sumergió en agua tibia. En menos de diez minutos, el caracol empezó a agitarse y sacó tímidamente los cuernos. Poco después estaba caminando, y escapó del recipiente en el que se encontraba.

Al día siguiente el caracol comió de una hoja de repollo, que se comprobó que era su alimento favorito, por encima de la lechuga o de cualquier otro vegetal. Cinco días más tarde, el 13 de marzo, seguía vivo, y un tal A.N. Waterhouse pintó su retrato. Un par de meses más tarde, el caracol empezó a reparar el borde de su concha, que se había deteriorado al pegarla o al despegarla de la tarjeta, y aún sobrevivió dos años.

Durante ese tiempo se le mantuvo en un tarro de cristal de treinta centímetros. En marzo de 1851 comenzó a dar muestras de aletargamiento y se encerró en su concha. El 9 de noviembre volvió a salir, comió un poco de repollo y dio unas vueltas por el tarro. Permaneció activo unos pocos días, y el 15 de noviembre volvió a encerrarse por última vez. En mayo de 1852 se comprobó que había muerto. Hoy en día sigue formando parte de las colecciones del Museo de Historia Natural de Londres (que se independizó del Museo Británico en 1963); vuelve a estar pegado en la misma tarjeta original de 1846 pero, ahora sí, bien muerto.

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