miércoles, 15 de octubre de 2014

Zoo de fósiles: En busca de los primeros animales

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Hace 542 millones de años comenzó el periodo Cámbrico. El Cámbrico es el primer periodo de la era Paleozoica, a su vez primera era del eón Fanerozoico. Fanerozoico significa “animales visibles”, porque, cuando se definieron los periodos geológicos, los fósiles sólo se encontraban en los estratos correspondientes a ese eón. No había fósiles más antiguos. Esto ya no es así, pero aún hoy, casi todos los grandes grupos de animales aparecen en el registro fósil en los primeros veinte millones de años del periodo Cámbrico; es lo que se llama la explosión cámbrica.



El descubrimiento de la explosión cámbrica representó un grave problema para la teoría de la evolución. Aparentemente, los animales habían surgido bruscamente, de la nada, hace unos 550 millones de años. Gusanos, artrópodos, moluscos, esponjas, equinodermos, cordados… todos aparecen de golpe en el registro fósil, distintos unos de otros, lo que cuadra mal con una evolución y diversificación progresiva de los animales a partir de formas de vida más simples. Pero el registro fósil puede ser engañoso. Por poner un ejemplo, hace un siglo se pensaba que los trilobites eran la forma de vida dominante durante el periodo Cámbrico. Pero esto es incorrecto: Los trilobites sólo representaban una parte muy pequeña de toda la diversidad de artrópodos de aquella época; lo que ocurre es que sus gruesos caparazones se han preservado con más facilidad que los cuerpos blandos de otros animales. Cuando un animal muere, es muy probable que sus partes blandas se descompongan o sean devoradas por otros animales; las partes duras, caparazones, esqueletos, dientes, etc. quedan abandonadas y es mucho más probable que acaben convertidas en fósiles. Este sesgo ya nos da una pista de lo que podía ocurrir antes de la explosión cámbrica: quizás había animales, pero sus cuerpos blandos, sin caparazón, no se fosilizaron y no llegaron hasta nosotros.

En realidad, sí que tenemos fósiles de animales anteriores al Cámbrico, pero son pocos, y muchos de ellos se han descubierto o interpretado recientemente. Porque además, disponemos de bastantes yacimientos del periodo Cámbrico, algunos con fósiles muy bien conservados, mientras que los yacimientos más antiguos son mucho más escasos. La dinámica de la corteza terrestre ha destruido o alterado gran parte de las rocas de mayor antigüedad de nuestro planeta.

Esto no quiere decir que la explosión cámbrica sea un artificio, una ilusión producida por esos sesgos en la fosilización de los que hemos hablado. Muchos estudios estadísticos confirman la realidad de esa aceleración del ritmo evolutivo durante el inicio del Cámbrico, aunque sus causas son discutidas. Se han propuesto causas tan diversas como que el aumento progresivo de la concentración de oxígeno en la atmósfera desde la aparición de los primeros organismos fotosintéticos alcanzó un umbral que permitió la aparición de animales más grandes y activos; o la formación de la capa de ozono; o el aumento de la concentración de calcio en los océanos, procedente de las erupciones volcánicas que por entonces tenían lugar en las dorsales oceánicas, y que facilitó la construcción de esqueletos y caparazones; también la evolución de los ojos, o una carrera de armamentos entre depredadores y presas, o la evolución de animales excavadores que provocaron la desaparición del tapete microbiano que cubría el fondo marino y con ello abrieron nuevos nichos para ser explotados por nuevas especies. Seguramente la verdad esté en una combinación de varias de esas causas, o de otras en las que nadie ha pensado todavía.

Ya hemos hablado en el Zoo de fósiles de varios animales del Cámbrico, como Helicoplacus, la peonza marina; Aisheaia, el devorador de esponjas, Anomalocaris, que fue durante décadas un rompecabezas para los paleontólogos, o los propios trilobites. Pero si retrocedemos unos cuantos millones de años, hasta el eón anterior al Fanerozoico, el llamado Proterozoico, encontraremos algunos fósiles que pueden llenar el vacío que intrigó a los primeros paleontólogos.

En 1868 se descubrieron en Terranova los primeros fósiles anteriores al Cámbrico: Aspidella, unos discos o elipses de hasta dieciocho centímetros de diámetro, con anillos concéntricos o radios y un botón central. Pero su descubridor, el geólogo escocés Alexander Murray, creyó que se trataba de estructuras minerales inorgánicas. Hoy sabemos que son fósiles, pero los paleontólogos no se ponen de acuerdo en su interpretación. Para unos son colonias microbianas o de hongos unicelulares, mientras que para otros se trata del soporte, llamado rizoide, con el que un organismo más grande se adhería al fondo marino. Algunos fósiles, que conservan fragmentos de lo que parece un tallo junto al botón central, apoyan esta última interpretación. Se han encontrado fósiles de Aspidella también en la Columbia Británica y en Carolina del Norte, en rocas de entre 555 y 610 millones de años de antigüedad.

En 1879, el Servicio Geológico de los Estados Unidos, recién fundado ese mismo año, contrató al paleontólogo Charles Doolittle Walcott para cartografiar la geología de Arizona, Utah y Nevada. En 1882, en una región inexplorada del Cañón del Colorado, Walcott encontró estromatolitos, arrecifes carbonatados formados por la fotosíntesis de las cianobacterias, que databan de antes del Cámbrico. Y en 1899, cuando ya era director del Servicio Geológico, Walcott descubrió, también en rocas precámbricas, unos pequeños fósiles en forma de disco, de pocos milímetros de diámetro, que identificó como los restos de conchas cónicas aplastadas y que bautizó con el nombre de Chuaria. En realidad no eran conchas, sino algas unicelulares, pero eso no se supo hasta 1968. En cualquier caso, pocos paleontólogos aceptaron sus descubrimientos durante el siglo XIX y la primera mitad del XX. Hasta el punto de que, todavía en 1931, el británico Albert Charles Seward, una de las mayores autoridades en botánica de la época, negaba el origen biológico de los estromatolitos. Por aquel entonces, las cianobacterias se consideraban algas, y por tanto dentro del campo de la botánica.

Así las cosas, en 1946, el geólogo australiano Reginald Sprigg descubrió fósiles semejantes a medusas en los montes Ediacara, en el sur de Australia, pero por entonces se pensaba que esas rocas se habían formado en el Cámbrico, y el descubrimiento no llamó la atención.

Así que diez años después, en 1956, se seguía creyendo que la vida había surgido en el Cámbrico. Ese año, una niña de quince años de Grantham, en el centro de Inglaterra, llamada Tina Negus, que se había aficionado a la geología jugando a escondidas en una cantera abandonada, donde abundaban los fósiles, convenció a sus padres para hacer una excursión al cercano bosque de Charnwood, donde pretendía buscar rocas volcánicas anteriores al Cámbrico. Aunque no es esa la razón que dio a sus padres, sino que les dijo que quería coger arándanos. Una vez en el bosque, la quinceañera condujo a sus padres a una cantera donde, según una monografía que había leído, podría encontrar las rocas que buscaba. Y allí, en una pared casi vertical, encontró un fósil. Se trataba de una fronda, una especie de hoja de helecho, de unos veinte centímetros de largo, ramificada alternativamente a izquierda y derecha a partir de una línea media zigzagueante. Desconcertada, porque todos los libros decían que no existían fósiles anteriores al Cámbrico, al día siguiente Tina contó a su profesora de geografía su descubrimiento, pero la única respuesta que obtuvo fue que no hay fósiles en las rocas precámbricas, así que si había encontrado uno, las rocas no eran precámbricas. Y no hubo manera de sacarla de ahí. La niña, frustrada, volvió al bosque con sus padres, esta vez equipada con un martillo, para tratar de desprender el fósil, sin pensar en el destrozo que podía ocasionar. Afortunadamente para la paleontología, el martillo ni siquiera llegó a dejar marca en la roca, y la chica se tuvo que contentar con un calco del fósil en una hoja de papel. Pero por más que buscó en libros y en el museo local, no pudo dar con ningún fósil parecido al suyo. Un tiempo después, sus padres le propusieron una nueva excursión al bosque de Charnwood para ver “su” fósil, pero cuál no fue su sorpresa y su consternación cuando descubrió que el fósil ya no estaba allí, alguien se lo había llevado. Tina dice que esta segunda excursión fue a finales de 1957, pero tuvo que ser a principios de 1958, por lo que ahora veremos.

En mayo de 1957, Roger Mason, un chico de dieciséis años de la cercana ciudad de Leicester, había hecho una excursión en bicicleta a la misma cantera del bosque de Charnwood con dos amigos. Mientras hacían escalada en las paredes de la cantera, uno de los chicos vio unas marcas extrañas en la roca y avisó a Roger, que era aficionado a la geología y que con el tiempo llegaría a ser geólogo profesional. Roger se dio cuenta de que aquello era un fósil pero, como Tina el año anterior, sabía que no podía haber fósiles en esas rocas tan antiguas. Extrañado, se puso en contacto con el geólogo Trevor Ford, amigo de su padre, que, a pesar de su escepticismo, acompañó al chico a ver el supuesto fósil unos días más tarde. En cuanto lo vio, el geólogo reconoció que realmente era un fósil, y que debía de ser el fósil más antiguo hallado nunca; aquellas rocas tenían una antigüedad de 580 millones de años como mínimo. Ford se apresuró a publicar el descubrimiento, y dio al fósil el nombre de Charnia masoni, en honor del lugar del descubrimiento y del descubridor. El fósil se extrajo de la cantera el 22 de enero de 1958, porque presentaba marcas de cincel, alguien más había tratado de arrancarlo de la roca sin ningún cuidado, y se conserva desde entonces en el New Walk Museum de Leicester. Tina Negus llegó tarde por pocos días, o pocas semanas. Aún hoy no sabemos qué clase de animal era Charnia, si es que era un animal. Ford creía que era un alga, pero más tarde se reclasificó como pluma marina, un tipo de pólipo. Ahora parece que no es ninguna de las dos cosas.

Finalmente, en 1959, el paleontólogo australiano de origen austrohúngaro Martin Glaessner relacionó Charnia con los hallazgos anteriores. Con nuevas dataciones se confirmó que los fósiles de Ediacara eran también anteriores al Cámbrico, y nuevos yacimientos en Terranova y Labrador ofrecieron fósiles mucho más detallados, conservados en cenizas volcánicas finas. En 2004 se definió oficialmente el periodo Ediacárico, el último del eón Proterozoico, e inmediatamente anterior al Cámbrico, hace entre 635 y 542 millones de años.

Los fósiles ediacáricos presentan una gran variedad de formas, simetrías y tamaños, desde milímetros hasta metros. Son los fósiles más antiguos en los que se ha detectado claramente diferenciación celular, propia de los organismos pluricelulares complejos como los animales. Estos seres vivían en el fondo marino, y entre ellos hay discos, como el ya citado Aspidella, frondas como Charnia, y otros que parecen un saco o un colchón hinchable, sin rastro de su anatomía interna. Varios fósiles con simetría bilateral se interpretan como animales primitivos: Vendoglossa, alargado y aplanado, con estrías transversales y lo que parece una cavidad digestiva; Kimberella, un posible molusco con aspecto de babosa de hasta quince centímetros de longitud, con un caparazón dorsal, que reptaba por el fondo del mar en aguas poco profundas rayendo el tapete microbiano; Parvancorina, con forma de escudo, que algunos aproximan a los trilobites; y Spriggina, un depredador oblongo segmentado de hasta cinco centímetros de longitud, con una cabeza diferenciada y que se ha relacionado con los gusanos anélidos o con los artrópodos. Otro fósil, Arkarua, es un disco con simetría pentagonal, quizá un ancestro de los equinodermos, las estrellas y los erizos de mar. También se han encontrado esqueletos, completos o fragmentarios, de formas diversas: espinas, tubos, copas… El esqueleto de Cloudina, por ejemplo, está formado por una serie de conos de tamaño milimétrico anidados unos en otros. Además, se han identificado pólipos o medusas, esponjas, algas verdes y rojas y diversos microorganismos.

Algunos rastros fosilizados en el tapete microbiano que cubría el fondo marino indican que había especies móviles, como Dickinsonia. Dickinsonia, que podía alcanzar hasta un metro de longitud, tenía el cuerpo plano y ovalado, marcado con estrías radiales. Se discute si era un gusano plano, un coral blando, una medusa o incluso un liquen. Se han encontrado también rastros semejantes mucho más antiguos, de hasta 1.100 millones de años, pero su origen biológico es muy dudoso.

Un último tipo de fósil presente en los yacimientos ediacáricos, los acritarcos, no está restringido a esa época. En realidad, se llama acritarco a cualquier microfósil envuelto en una pared orgánica, no mineralizada, cuya clasificación resulta problemática. Se han encontrado acritrarcos en estratos de todas las épocas, desde hace tres mil doscientos millones de años hasta el pasado reciente. Algunos acritarcos parecen embriones, otros son restos de bacterias, algas o acumulaciones de células semejantes a quistes. Los últimos estudios sobre unos acritarcos procedentes de la formación de Doushantuo, en China, de principios del periodo Ediacárico, han encontrado signos de diferenciación celular, muerte celular programada y separación de células reproductoras, lo que indica que se trata realmente de embriones de organismos pluricelulares complejos. Aunque no sepamos qué eran concretamente los acritarcos, su abundancia y la evolución de sus formas a lo largo del tiempo nos dicen mucho sobre la evolución de la vida en esos periodos remotos en los que no disponemos de otros fósiles. Hace unos mil millones de años, los acritarcos comenzaron a prosperar. Se hicieron más abundantes, más grandes y más diversos. Sus formas se volvieron más complejas, con espinas que revelan la presencia en esos tiempos de depredadores lo bastante grandes como para intentar tragárselos enteros. Durante las glaciaciones del periodo Criogénico, el periodo inmediatamente anterior al Ediacárico, hace entre 850 y 635 millones de años, los acritarcos vieron sus poblaciones enormemente disminuidas, y no se recuperaron hasta el Ediacárico y la expolosión cámbrica.

Esas glaciaciones se cuentan entre las más intensas que ha sufrido la Tierra en toda su historia, aunque no está claro si los glaciares cubrieron el planeta por entero o si quedó una franja libre de hielos en el Ecuador. En cualquier caso, la vida podría haber sobrevivido a una glaciación global gracias a microorganismos acuáticos fotosintéticos que captaran la luz del Sol a través de capas de hielo transparente, o en las fumarolas de las dorsales oceánicas, donde los organismos no dependen del Sol para obtener energía. Finalmente, la acumulación de dióxido de carbono liberado por la actividad volcánica provocó un efecto invernadero que elevó la temperatura del planeta lo suficiente para poner fin a la glaciación. Sólo un millón de años después aparecieron los embriones de Doushantuo, y los demás organismos ediacáricos no tardaron en seguirlos. Parece que la vida pluricelular compleja apareció en cuanto tuvo ocasión, tras la retirada de los hielos. ¿Por qué no surgió antes?

Las primeras bacterias aparecieron hace entre tres mil y cuatro mil millones de años. Las células eucariotas, con núcleo, aparecieron poco después, pero parece que durante dos mil millones de años no hubo nada más. Salvo Grypania, un alga en forma de tubo espiral de varios centímetros de longitud, que vivió hace unos dos mil millones de años, y Horodyskia, un posible hongo en forma de ristra de cuentas de 1.500 millones de años de antigüedad. Y hay quien piensa que incluso estos dos fósiles no son ni un alga ni un hongo, sino colonias de microorganismos. ¿Cómo es que no surgió nada más complejo en esos mil millones de años que transcurrieron hasta las glaciaciones del Criogénico? En realidad, sí había algo más, pero no lo supimos hasta 2010. Ese año, un equipo internacional de científicos dirigido por el geólogo marroquí Abderrazak El Albani, profesor de la Universidad de Poitiers, en Francia, publicó el descubrimiento de los fósiles de organismos multicelulares macroscópicos más antiguos conocidos. El yacimiento, de dos mil cien millones de años de antigüedad, se encuentra en la cuenca de Franceville, en el sureste de Gabón, y contiene centenares de fósiles de hasta diecisiete centímetros de longitud y de diversas formas. A pesar de su diversidad, todos ellos tienen una estructura común bastante compleja: un cuerpo central esférico o elipsoidal, flexible y formado por varios pliegues, rodeado por un ribete con estrías radiales y el borde ondulado. Algunos fósiles son alargados, como gusanos planos, y otros circulares, con aspecto de huevo frito.

Los organismos de Franceville vivieron en el fondo de un mar muy oxigenado y poco profundo, cerca de la costa, en densas colonias de hasta cuarenta individuos por metro cuadrado. Es curioso que, al igual que los organismos del Ediacárico, aparecieron inmediatamente después de una glaciación global, en este caso la glaciación huroniana, que comenzó hace 2.400 millones de años, desencadenada por la liberación de oxígeno a la atmósfera por las primeras bacterias fotosintéticas, y terminó hace 2.100 millones de años. De la comparación de los dos casos, podemos deducir que la aparición de organismos complejos es rápida cuando se dan las condiciones adecuadas: una alta concentración de oxígeno y temperaturas suaves. Pero el destino de los seres de Franceville no era perdurar. Ese ambiente tan favorable para la vida duró poco. Cien millones de años más tarde, la concentración de oxígeno descendió, y no volvió a subir hasta el periodo Ediacárico. Es muy probable que los organismos de Franceville, los primeros seres pluricelulares complejos que vivieron en nuestro planeta, se extinguieran sin dejar descendencia. Pero nos queda un enigma por resolver: ¿qué eran los depredadores que intentaban tragarse a los acritarcos espinosos hace mil millones de años? ¿Y dónde están?

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