viernes, 7 de mayo de 2010

Los satélites galileanos de Júpiter

(Publicado originalmente en Madrid Sindical)

Hace 400 años, en enero de 1610, Galileo descubrió los cuatro satélites mayores de Júpiter: Ío, Europa, Ganimedes y Calisto, a los que bautizó con el nombre de “estrellas mediceas” en honor de la poderosa familia Médici, con la intención de obtener el mecenazgo del duque Cosme II de Médici.
La noche del 7 de enero de 1610, Galileo apuntó su telescopio hacia Júpiter, y observó tres estrellas que formaban una línea recta con el planeta. La noche siguiente, Galileo comprobó que el movimiento de esas estrellas era anómalo; noche tras noche continuó con sus observaciones, y el 11 de enero apareció una cuarta estrella (Ganimedes). Al cabo de una semana, determinó que se trataba de cuerpos planetarios que describían órbitas alrededor de Júpiter. Con este descubrimiento, Galileo acabó definitivamente con el sistema geocéntrico de Ptolomeo, en el que todos los cuerpos celestes orbitaban alrededor de la Tierra.
Galileo publicó el descubrimiento en marzo de 1610 en su obra Sidereus Nuncius, donde bautizó a los cuatro satélites con números romanos, del I al IV, desde el más cercano al más alejado de Júpiter. Los nombres actuales, los de tres doncellas y un joven seducidos por Júpiter, los debemos al astrónomo alemán Simon Marius, que en 1614 publicó, sin pruebas, que había sido el primero en observar los satélites, unos días antes que Galileo.
Los cuatro satélites galileanos describen órbitas prácticamente circulares en el plano del ecuador de Júpiter. Además, los tres más internos se encuentran en resonancia: En el tiempo que Ganimedes tarda en dar una vuelta alrededor de Júpiter, Europa da dos e Ío cuatro. Así, los satélites se aproximan unos a otros siempre en el mismo punto de sus trayectorias, y de este modo la atracción gravitatoria mutua estabiliza sus órbitas. 
Desde el descubrimiento de Galileo, que sólo pudo observar los satélites de Júpiter como puntos luminosos, hemos avanzado mucho en su conocimiento. Los satélites han sido visitados por sondas espaciales y observados desde la Tierra a través de potentes telescopios, y hoy sabemos que son muy diferentes entre sí.
Ío, algo más grande que la Luna, es el cuerpo con mayor actividad geológica de todo el Sistema Solar debido a las fuerzas de marea que sufre por su proximidad a Júpiter. Su corteza de silicatos, con montañas más altas que el Everest, está cubierta de compuestos sulfurosos procedentes de más de cuatrocientos volcanes que expulsan columnas de azufre y dióxido de azufre a más de quinientos kilómetros de altura.
Europa, ligeramente menor que la Luna, es el más pequeño de los cuatro. Su superficie, una capa agrietada de hielo sin apenas relieve, cubre probablemente un océano de agua salada.
Ganimedes es el satélite más grande del Sistema Solar; es incluso mayor que el planeta Mercurio. Su corteza helada, cubierta de cráteres, está dividida en placas, como la de la Tierra. Tiene una tenue atmósfera de oxígeno, igual que Europa, y genera su propio campo magnético. Quizá albergue también un océano subterráneo.
Calisto es casi tan grande como Mercurio; igual que la Luna, muestra siempre la misma cara a su planeta. Su superficie, repleta de cráteres, es muy antigua, y está formada por hielo y roca.
La exploración de esos océanos subterráneos, que podrían albergar vida, es un objetivo prioritario de varias agencias espaciales.

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